sábado, 15 de enero de 2011

Estados Unidos


Dicen que los escritores queman más papeles de los que escriben. A veces esa difícil operación puede ser su salvación. Más complicado es saber poner punto final, encontrarlo, sentirlo, tener la capacidad de decir “aquí acaba y acaba así”. Hoy tampoco será el día.

En el goteo de un blog como “Desde Mi Casita Blanca” el final tampoco puede tener mucho sentido. Empezó después de un mes caótico en Washington cuando por fin encontré el calor de un hogar en plena nevada histórica. Además de referirse esa diminuta y acogedora casita, el diminutivo del título servía para expresar lo pequeña que me sentía ante el inmenso proyector de noticias que es la capital de Estados Unidos.

Un año después la perspectiva ha cambiado radicalmente. Qué os voy a contar más. En Washington pasan cosas. Eso ya lo sabéis. Algunas son muy importantes. El resto son magnificadas. Como periodista me asustó desde el principio ese poder para colocarse en portada y ser titular de todo. Muchas veces no tiene sentido alguno. Otras es una forma de adelantarse al mundo.




He vivido dos años en Estados Unidos y he consumido su cultura, su historia y su política con pasión, saboreando lo agridulce y equilibrando las grandes dosis de relativismo que en uno despierta. Lo más fácil y recurrente es decir que es un país de contrastes. O sea, no decir nada. Sin embargo, prefiero quitarme el sombrero y hablar con modestia de este país.

Si algo admiro de Estados Unidos, es su capacidad para liderar, cambiar y renovarse. Su idealismo y sus ganas de ser el primero se administran y se inyectan en sus habitantes desde pequeños. Esto tiene consecuencias tan estelares como deprimentes. Por una parte, margina a los perdedores como en ningún otro lugar en la tierra. Por otra, esa retórica idealista eclipsa la razón y crea un ejército de perseverantes que se sacrifican y llegan lejos porque no les queda otra para sobrevivir en esta gran jungla de carreras.

Al mismo tiempo no voy a negar a qué precio se consigue ser el mejor. Una vez un profesor estadounidense me dijo que su país era un “sociedad del trabajo”, refiriéndose a que la potencia del país se debía a que su gente trabajaba a un ritmo tan alto que el mercado laboral regulaba sus vidas. Y creo que es cierto. Su capacidad productiva se debe a tanto ingenio como a una mano de obra sacrificada. Dejar tu pueblo para viajar a 2.000 kilómetros más allá es la regla. Sus vacaciones se ganan año a año. Empiezan con una semana y al año siguiente tienen ocho días. Los estudios universitarios se pagan a precios desorbitados, hipotecando vidas y descartando a los “mediocres” del sistema.

Sin embargo, ante un mundo globalizado esa ventaja competitiva decrece y posiblemente su modelo de país esté en entredicho. Por primera vez duele un casi 10 por ciento de desempleo, el bipartidismo crece, las diferencias ideológicas agudizan un debate de diferencias, se habla de sistemas públicos, se discuten modelos europeos y se critica Wall Street de forma abierta. Necesitan protegerse de su propio hijo, el capitalismo, pero cuando se quiere tocar el corazón de una identidad, las contestaciones pueden ser incontrolables, como el Tea Party y Sarah Palin.



¿Con qué me quedo de este país después de estas reflexiones improvisadas? Con sus hamburguesas. Esperad a la siguiente entrada y cerramos el chiringuito.

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