viernes, 18 de marzo de 2011

La ruta de la hamburguesa




Tengo que cerrar de una vez por todas este blog y me propuse hacerlo hablando de hamburguesas. No me decidía por pereza y aburrimiento. Al final Estados Unidos y tanta "americanada" me cansaron un poco y necesitaba desintoxicarme para retomar la perspectiva bizca y europeizada del mundo. Por eso, decidí ir a la decrépita Lisboa, donde el encanto entre parisino y mediterráneo del Bairro Alto y Alfama, con sus cafés y galerías de arte entre edificios que se caen, te recuerdan lo vieja y cuesta arriba que está y anda esta Europa.

En uno de mis paseos por Lisboa (mi próximo blog, ya sabéis), me he encontrado con un restaurante único: La Hamburguesa Exótica. Un antro de color verde donde un cártel expone, orgulloso y sin sensibilidad animal, hamburguesas de carne de zebra, canguro, antílope, cocodrilo, camello, avestruz, javalí y otras especies. Para todos los gustos. El tropiezo ha sido tan deslumbrante que me ha obligado a sentarme aquí a cerrar este blog tal y como prometí.



Os explico qué es esta manía mía por las hamburguesas. Hay razones obvias. Están muy buenas y son un símbolo del ascenso de Estados Unidos en la Historia, desde finales del siglo XIX hasta el siglo XX. Más allá del conocido imperio de McDonald's y sus consecuencias culturales, los orígenes de la hamburguesa hablan de otra faceta del país americano. Los restaurantes en Nueva York vendían a los inmigrantes nostálgicos un pedazo del sabor del Viejo Mundo con "filetes al estilo de Hamburgo". De ahí su nombre y su gran éxito. No hay nada como la gastronomía para curar la morriña. La receta se popularizó y perfeccionó con la ayuda de los avances de la era industrial. El procesamiento de la carne vacuna jaleó la industria cárnica al mismo ritmo que la explosión de la ganadería en una nación boyante. Por resumirlo de alguna manera, aquel Nuevo Mundo -más rápido, más masivo, en plena explosión demográfica y con una capacidad de producción mecanizada que no parecía tener límites- inundó de hamburguesas los estómagos de las clases bajas americanas. Con el paso de los años, aquel manjar de precio asequible (comer carne era casi caviar antes de la época industrial) se convirtió en salud, fuerza, orgullo y pasión del país. Para el lado más oscuro de aquella potencia carnívora, me remito a la novela "The Jungle", de Upton Sinclair.



Lo menos obvio es mi relación con las hamburguesas y para ello necesitamos volver a D.C.. Tuve la ocasión de pertenecer a un club selecto de sibaritas que se dedicó a recorrer los más afamados restaurantes de Washington en busca del TOP 10 de este exquisito descubrimiento gastronómico estadounidense. "La ruta del hamburguesote", como aquella aventura se tituló, nos proporcionó una nueva visión de la ciudad de los "lobbies" y las corbatas grises.

Desde entonces, reverenciamos la cultura de la hamburguesa en Estados Unidos tanto como la de las tapas mismas. Bueno, casi. Se trata de un ritual del que ya sabéis los ingredientes clásicos. Algunos dicen que “todas las hamburguesas están buenas y lo que cambia son las patatas”. En parte, sí. El tipo de aceite con el que se rebañan las doradas "fritas francesas" y sus grasas específicas, pueden cambiar el regusto final y determinar la digestión posterior. En "Five Guys", una cadena washingtoniona al estilo McDonald's, se utiliza aceite de cacahuete. Para algunos, mortífero por su sabor y sus consecuencias intestinales.

10- Five Guys sería entonces mi número 10. Económico y bueno, pero altamente perjudicial para la salud. Unos seis dólares.

9 - La hamburguesa de los 1.000 dólares. Wine Burger. Una curiosidad en el centro de Georgetown, el distinguido barrio de la capital. Los mil dólares se deben a la botella de vino que la acompaña. La han pedido dos veces en la historia del bar, según nos comentó la camarera.



8 - Tenemos también Fuddruckers. Tres puntos más de calidad, un bacon excelente, aunque demasiado caro para lo que es. Las patatas, sosas y sin sabor identificable. Unos diez dólares.

7 - Johnny Rockets. Ideal para llevar al amigo de visita porque su decoración congela los años cincuenta, aunque ahora los camareros son indios y las "jukeboxes" nunca sacarán tu canción. El ambiente con sofás rojos acolchados ("booths") entusiasma hasta el punto de olvidarte de la un tanto seca carne. Los batidos también están buenos. Unos ocho dólares. Consejo: Si dices que es tu cumpleaños, te regalan una tarta, un gorrito y un globo.



6 - Cheesecake Factory. Aunque es más conocida por sus famosas tartas (prueba la de chocolate Godiva), sus hamburguesas se merecen un reconocimiento. Por algo se llaman Glamburgers (marca registrada). Están hechas a la brasa y tienen buenas combinaciones como la de toques mejicanos (pimientos y salsas) o la carne de cerdo extra a la barbacoa ("Memphis burger") que se superpone a la enorme hamburguesa. La más glamurosa es la de carne "Kobe American", es decir, de terneras mimadas y masajeadas. La Kobe original es la ternera más cara del mundo. El manjar se extrae del ganado cuidado según una estricta tradición japonesa en un acotado y aislado monte. La versión americana no es para tanto. Quince o veinte dólares.

5 - Alamo. En Dupont Circle, aquí el sabor empieza a especializarse. Equilibrada y clásica como D.C.. Unos doce euros.

4 - Rugby. Curiosamente se trata de una cadena de hamburguesas de la tienda de ropa Ralph Lauren. Pese a lo distinguido de la etiqueta, nos sentaremos en la mesa ante una bomba calórica sin precedentes y gigantesca. La más ostentosa fue la de piña y huevo. Buena, pero se han pasado. Unos doce dólares.




3 - Bus Boy's and Poets. Uno de los sitios de la ciudad más "cool", "upcoming", "hipster"... o como le quieran llamar para hablar de gafapastas que beben cerveza orgánica y local (Para más, vean Portlandia, la nueva serie que se ríe de esta moda). Los "brunch" están buenos, pero su hamburguesa mediterránea (las otras, no) está deliciosa. El chef combina la carne especiada y con perejil con el queso de cabra y un pan tostado de gran calidad. Pequeña para estadounidenses, pero en su justa medida para foráneos. Unos doce euros. No está nada mal.

2 - Clyde's. El gusto por la distinción se percibe nada más entrar. El buen servicio y elegancia ayudan a digerir una hamburguesa bien macerada y con una salsa especial de la casa. Excelente. Unos quince euros.

1 - Ray's Hell. La hamburguesa de Obama. Aquí trajo el señor presidente a su homólogo ruso, Dmitri Medvédev, a ensuciarse las manos al más puro estilo americano: con pocas servilletas y mucho ketchup. Hay amigos americanos que me han dicho que comer con los dedos enriquece el sabor. Tal cual. Pues aquí, en un sitio más bien vulgar o sencillo, a las afueras de Washington y con un servicio de espera en la fila y luego te sientas, puedes chupetearte los dedos de mostaza y grasa como los hombres más poderosos del mundo. Te sirven la clásica. O las más innovadoras: con paté, con carne "au pouvre" (a la pimienta), con queso azul y otros ingredientes extra. Pero la mejor es la clásica, la que se pidió el experto en cómida rápida que es Obama, según nos dijo un camarero.

En cuanto a la composición, tenemos un pan de sabor poco fuerte, lo suficiente como para que no mate el festival de sabores de su interior, pero con la consistencia adecuada para que soporte el potaje de líquidos en el que se transforma a medida que te la engulles. No falta una hoja de lechuga, tomate, queso, bacon crujiente y una salsa secreta que mezclada con un poco de Heinz queda perfecta. Como toque final, los pepinillos. Amargos, el contraste punzante que desconcierta y convence a tus papilas gustativas.

Desvelado el secreto de las hamburguesas y con la morriña gastronómica y de la amistad de aquellos con quienes compartí tanto, puedo acabar este blog de una vez por todas, por mucho que me deje por contar y por tanto que me queda por descubrir de Washington, Estados Unidos y ese Nuevo Mundo que se inventaron europeos despistados.




sábado, 15 de enero de 2011

Estados Unidos


Dicen que los escritores queman más papeles de los que escriben. A veces esa difícil operación puede ser su salvación. Más complicado es saber poner punto final, encontrarlo, sentirlo, tener la capacidad de decir “aquí acaba y acaba así”. Hoy tampoco será el día.

En el goteo de un blog como “Desde Mi Casita Blanca” el final tampoco puede tener mucho sentido. Empezó después de un mes caótico en Washington cuando por fin encontré el calor de un hogar en plena nevada histórica. Además de referirse esa diminuta y acogedora casita, el diminutivo del título servía para expresar lo pequeña que me sentía ante el inmenso proyector de noticias que es la capital de Estados Unidos.

Un año después la perspectiva ha cambiado radicalmente. Qué os voy a contar más. En Washington pasan cosas. Eso ya lo sabéis. Algunas son muy importantes. El resto son magnificadas. Como periodista me asustó desde el principio ese poder para colocarse en portada y ser titular de todo. Muchas veces no tiene sentido alguno. Otras es una forma de adelantarse al mundo.




He vivido dos años en Estados Unidos y he consumido su cultura, su historia y su política con pasión, saboreando lo agridulce y equilibrando las grandes dosis de relativismo que en uno despierta. Lo más fácil y recurrente es decir que es un país de contrastes. O sea, no decir nada. Sin embargo, prefiero quitarme el sombrero y hablar con modestia de este país.

Si algo admiro de Estados Unidos, es su capacidad para liderar, cambiar y renovarse. Su idealismo y sus ganas de ser el primero se administran y se inyectan en sus habitantes desde pequeños. Esto tiene consecuencias tan estelares como deprimentes. Por una parte, margina a los perdedores como en ningún otro lugar en la tierra. Por otra, esa retórica idealista eclipsa la razón y crea un ejército de perseverantes que se sacrifican y llegan lejos porque no les queda otra para sobrevivir en esta gran jungla de carreras.

Al mismo tiempo no voy a negar a qué precio se consigue ser el mejor. Una vez un profesor estadounidense me dijo que su país era un “sociedad del trabajo”, refiriéndose a que la potencia del país se debía a que su gente trabajaba a un ritmo tan alto que el mercado laboral regulaba sus vidas. Y creo que es cierto. Su capacidad productiva se debe a tanto ingenio como a una mano de obra sacrificada. Dejar tu pueblo para viajar a 2.000 kilómetros más allá es la regla. Sus vacaciones se ganan año a año. Empiezan con una semana y al año siguiente tienen ocho días. Los estudios universitarios se pagan a precios desorbitados, hipotecando vidas y descartando a los “mediocres” del sistema.

Sin embargo, ante un mundo globalizado esa ventaja competitiva decrece y posiblemente su modelo de país esté en entredicho. Por primera vez duele un casi 10 por ciento de desempleo, el bipartidismo crece, las diferencias ideológicas agudizan un debate de diferencias, se habla de sistemas públicos, se discuten modelos europeos y se critica Wall Street de forma abierta. Necesitan protegerse de su propio hijo, el capitalismo, pero cuando se quiere tocar el corazón de una identidad, las contestaciones pueden ser incontrolables, como el Tea Party y Sarah Palin.



¿Con qué me quedo de este país después de estas reflexiones improvisadas? Con sus hamburguesas. Esperad a la siguiente entrada y cerramos el chiringuito.

viernes, 14 de enero de 2011

El sol de España


Una de mis primeras y más gratas impresiones cuando llegué a España después de un año fuera fue el sol y esta primavera de enero. Las otras fueron el griterío de Belén Esteban y su cuadrilla, la apatía del ciudadano medio y cuántos cárteles de “Se alquila” o “Se vende” se pueden encontrar por la calle. Descubrí que “Españoles por el mundo” ha abierto la mente a muchos y todo se compara con Dinamarca y esos países donde se da todo hecho como si fueran una puerta a una inmigración dorada, según recuenta la gente.

Anoche una mujer me lo repetía frente a una caña y unos chopitos refritos a 1,40 euros. El Real Madrid jugaba contra el Atlético y en el bar no quedaban sillas libres. Sus dientes, los de mi acompañante improvisada, estaban quemados. Calculé que reparar aquella dentadura costaría varios miles de euros. Daban tanto repelús que me resultaba difícil concentrarme en su relato. A su hija la iba a mandar a cuidar niños a Inglaterra, me explicaba. Estudiaba ADE, llegaba todos los días de la semana tarde, a las once de la noche, después de horas en la biblioteca y trabajar en el bar donde estábamos y dando clases a un niño. Pero no podía con todo.

A ella, la mujer de los dientes, la despidieron después de unos veinte años de comercial en un periódico. Ahora cuidaba a un viejo que ni hablaba ni se enteraba de su mundo alrededor. Le pagaban 50 euros por 24 horas. Iba a aguantar allí un mes. Con ese dinero se aseguraba un par de seguros. Tuvo suerte y pudo pagar la hipoteca con los dos millones de pesetas que le dieron de finiquito. Menos mal. Porque le quedaban pocas letras. A su vecina se lo quitaron casi todo. Solo le faltaban un par de millones por pagar, pero no podía y antes de que el banco le embargara el piso, lo pudo vender por diez millones menos de lo que le costó. Ahora le quedaban unos doce para ir tirando, aunque sea de alquiler. Mejor eso que nada. “Porque hay gente que duerme en los coches, como sale en Callejeros”, me decía para que apreciara su suerte.

Estaba en el barrio obrero de Elche. Escuché varias historias más. Familias que llegaron hace cincuenta años a la ciudad desde el campo o pueblos más pequeños de la provincia. Prácticamente todos vivían del calzado y algunos habían conseguido pagar un par de pisos. La riqueza se medía por pisos. Ahora la mayoría vive de las rentas, los finiquitos del despido, los 400 euros de desempleo al mes y trabajo mal pagado en el mercado negro. La mayoría de sus hijos han ido a la universidad y esperan a que se abran plazas para presentarse a las oposiciones. Algunos han decidido irse. Otros siguen los lunes al sol, porque hay veces que es lo único que queda. Que tampoco es poco para mí, que me he pasado doce meses sin él, pero que sabe a casi nada para el resto.

lunes, 10 de enero de 2011

Volver a casa


Volver a casa es cuanto menos extravagante. Incluso exótico. Hoy me he perdido por los cajones de la casa donde crecimos. Años de puertas y ventanas cerradas la han helado más de lo que ya era. Lo que no cambia es el lugar de los objetos. Los he abierto y siguen allí, imperecederos, con más polvo, con menos brillo. Ha sido como volver a aquellas tardes aburridas de domingos de invierno. Entonces era una niña y me perdía en casa registrando uno por uno aquellos compartimentos secretos. Rebuscaba como una gata, libre, curiosa, rebelde.



El trasteo de hoy, en cambio, me descubrió otras historias: las mías. Fotografías bien ordenadas y tituladas me recordaron a esa adolescente que recomponía con papel y tijeras su vida. Mis cedeses y mis cassettes sonaban como siempre, a canciones rayadas que todavía me atrapan en un ciclo ininterrumpido de darle de nuevo al “play”. Libros de tapas rotas, regalos de amores que no volverán, cartas insensatas... Hay tanto en tantos cajones, tantas cosas inútiles que no se pueden tirar. En mis últimos siete años he volado de casa en casa, de hogar en hogar. Me he divertido mucho. He conocido a tantas personas que serán parte de mi vida para siempre que es imposible arrepentirme de ese tránsito fugaz. Un día conté ocho casas, cinco ciudades y unos veinte compañeros de piso. Sin embargo, en ninguno de esos pequeños, intermitentes hogares pude dejar mis cosas, mis cajones llenos. Y aquí sí. Eso supongo que es el hogar, un lugar donde pasa el tiempo, todo sigue igual, y vuelves y ahí estarán tus cajones llenos de cosas inútiles y valiosas, perdidas, olvidadas, listas para volverlas a encontrar.

sábado, 8 de enero de 2011

Train Song

Un amigo me dijo que él no escribía un blog porque tenía muchas cañas por tomar en las terrazas de Berlín. Y en parte tiene razón. Hay mucho que descubrir fuera de estas bitácoras como para detenerte a reflexionar frente a una pantalla. Así ha sido el último mes. He tenido tantas despedidas y encuentros en Washington, Elche, mi pueblo, Valencia y Madrid que he perdido la cuenta. Solo recuerdo un momento de calma y soledad en las últimas tres semanas. Estaba sentada en la puerta de embarque del aeropuerto Reagan de Washington y sonaba "Train Song", de Vashti Bunyan, pero versionada con delicadeza por Feist y Ben Gibbard. Quedaban dos horas de espera por delante, tenía muchas últimas llamadas por hacer y los monumentos majestuosos que a principios de 2008 me maravillaron como si fuera una niña, parecían pequeños y casi insignificantes a lo lejos.



Escuchando esa canción, veía el Capitolio y pensaba en otra ciudad, la que me acogió nevada y de noche después de agotadores aeropuertos.